Ponerle una etiqueta a cualquier aspecto de la vida es limitar nuestra ya restringida percepción sobre la misma. Es distorsionar una realidad previamente manipulada por nuestros sentidos, por nuestra mente y por nuestra conciencia. Aunque las etiquetas nos ayudasen a recorrer caminos en los que temporalmente encontramos sentido como ávidos seres de aprendizaje que somos, nuestra excesiva identificación con ellas resulta cuanto menos peligrosa. Esto supone restringir nuestra creatividad, nuestra imaginación y nuestra flexibilidad a la hora de considerar otras alternativas igualmente válidas en un mundo de infinitas interpretaciones. De esta manera aprendemos pronto a rechazar toda realidad que difiera de aquella en la que nos hemos visto reflejados.
Muchos caemos en la locura de destinar todo el sentido de nuestra vida a alguna de ellas, pues consideramos que define nuestra identidad. ¿A cuánto valor de la vida hace juicio una sola etiqueta? ¿Cómo siquiera podemos atrevernos a juzgarla a través de ella? Una vez hemos establecido una realidad en la que nos sentimos holgados (satisfecho nuestras necesidades básicas) es habitual acomodarse, ¿para qué invertir tiempo y energía en considerar otros horizontes? Ya sabemos como funciona el mundo. Tenemos las reglas del juego sobre la mesa y hemos decidido creer ciagemente en ellas. El problema es que sólo sabemos vivir en la versión del mundo que existe bajo nuestros “parches de vida”. ¿Se puede considerar a eso realmente saber vivir? ¿Por qué caemos en la trampa de las etiquetas si traen consigo tanto sufrimiento? Porque creemos que la recompensa es mayor que el precio a pagar: dejar de sentirnos perdidos. Eso explica que tantas personas sigamos jugando con las mismas normas toda la vida.
Dinero, trabajo, procedencia, religión, objetos materiales, familia, pareja, estatus social, hobbies, personalidad, recuerdos, metas o sueños si son vividos desde la falta de conciencia pueden transformarse fácilmente en etiquetas.
No somos muchos los que nos atrevemos a cuestionarlas, y lo que es peor, imaginarnos un nuevo día sin ellas. Las identificaciones son parches a nuestro dolor, y como tal, abundan en toda vida humana. Tememos que nuestra existencia no tenga sentido. Hasta los más valientes acuden a las etiquetas para tomarse un respiro, para tomarse el lujo de no dudar y de creer en lo establecido. Nadar contra corriente no es apto para vidas repletas de parches, pues se han dejado perder tanto en ellos que las posibilidades de encontrarse siguiendo el mismo camino son remotas. Se han olvidado profundamente de quiénes son. Pero el sufrimiento que hay detrás de la contingencia de que esas etiquetas sean arrebatadas termina acudiendo. Tarde o temprano, llega el temido momento en el que alguna de ellas cae. Es ley de vida. Así lo advierten sabiamente tradiciones y conocimientos ancestrales:
Nada es para siempre excepto el cambio.
Buda
Cuando una tras otra van desapareciendo, empezamos a perder la confianza en “nuestros arreglos de vida” que todavía quedan en pie. ¿Cuánto podemos apostar sobre ellos? ¿En qué podemos seguir sosteniéndonos? Son momentos de profunda desorientación. Y aunque pueda resultar aterrador darse cuenta de que nunca hemos sabido nada, seguramente sea el mejor regalo que podamos hacernos. Ser conscientes de que siempre hemos estado maravillosamente perdidos nos permite disfrutar del proceso de encontrar aquello que nos perdimos buscando. En el darse cuenta reside un enorme poder. Saber que no se sabe y estar bien con ello, es el primer paso para un apasionante viaje donde padaleamos la temida y agridulce incertidumbre. Seguramente ahí es cuando se puedan experimentar las mayores expresiones de vitalidad, cuando se empieza a sentir la auténtica sensación de vibrar con la vida, de ser libre con ella.
En la soledad total, en la cima de una montaña, en medio del bosque, ¿quién eres realmente?
Shimriti, Jorge Bucay.
En la naturaleza encontramos representación del cambio allá donde abarcan nuestros ojos. El barrido de las estaciones, sigilosas y hermosas en el paisaje a la vez que moldeadoras del espíritu humano, han inspirado innumerables vidas congéneres. Han creado recuerdos, tradiciones, hábitos, rituales, arte… Y bien las estaciones son un bello ejemplo de la impermanencia, de lo efímero de la vida. Todo lo vivo y lo no vivo se resigna a esta ley con alegría. No dudan, no luchan, no rechazan. Simplemente viven, simplemente están, simplemente son. El ser humano es el único que ha decidido afrontarlas repetidamente con nostalgia, con vistas a nuestro temor del tiempo, símil cercano de la muerte. Somos la única especie que teme al cambio.
Las estaciones son un recuerdo del ciclo de la vida, un ciclo sin fin en el que no terminamos de comprender dónde se encuentra nuestro lugar. Traen melancolía a unas vidas demasiado ocupadas en huir del paso del tiempo y de la conciencia de una incómoda mortalidad. No es sencillo adquirir el valor suficiente para descubrir qué significa vivir. Por eso nadie puede culpar a nadie por haber llenado su vida de parches, yo misma encuentro la mía ampliamente decorada por ellos. Pero para aprender a vivir, es necesario reconocer los caminos que no se quieren seguir. El cambio y lo efímero son parte esencial de la vida y están aquí para traernos de vuelta, tal y como sabiamente enseña la naturaleza. Es pues, en una profunda conexión con ella, donde observaremos cómo se tambalean nuestras más apegadas etiquetas hasta fundirse en una serena aceptación del porvenir. Ahí, al menos bajo mi humilde opinión, es donde seremos capaces de decir que empieza el vivir.