Escondida, expuesta, la vida se muestra allá donde vayas, allá donde aquellos ojos entrenados sean capaces de verla. Orgullosa de su existencia, sea cual sea su expresión, no dudará en invertir toda su energía para continuar su viaje, encontrando siempre el rumbo de vuelta a su camino. Esa búsqueda de sentido que se encuentra dentro de cada ser, ese poderoso imán que nos invita sin dudar, implacable, a bailarle a la vida, a honorarla, a valorarla, está maravillosamente incrustado en nuestros genes y en nuestra alma al compás de la supervivencia. Todos los seres, cada criatura que tiene la fortuna de formar parte de esta vida conjunta y compartida, incluyendo los entornos donde habitan, sin excepción; vibran bajo la misma música. La vida es capaz de escuchar esta melodía y responder esplendorosa mostrándose en el florecer de las plantas y en el madurar de los frutos, en el planeo de los pájaros y en la luminiscencia de las luciérnagas, en el chapoteo de las ballenas y en la profunda mirada de un elefante, en el gotear de un témpano al llegar la primavera y en la oscuridad de los días de invierno, en el aleteo de las mariposas y en el viento que acaricia sus alas, en el danzar de las hojas del otoño y en los vastos dominios de los océanos, en las durmientes semillas que salpican los suelos y en la respiración acompasada de los bosques, en el frescor de la fragancia de la lluvia y en el resplandecer de las siempre vigilantes estrellas: todo es vida.
Sin cada aportación, la vida se resiente y se lamenta, pues a sus ojos todo tiene el mismo valor. La actuación de cada elemento, de cada ser, es sencillamente irremplazable. Es posible que la vida, maravillada por sus creaciones y bajo el miedo de su pérdida, les otorgara la capacidad de valorar su existencia. La fuerza del instinto de supervivencia no deja de ser una llamada de la propia vida a seguir viviendo, a luchar por lo que se te ha concedido, pero sin dejar nunca de ser prestado. Da la sensación de que la vida tampoco se conformó con su trabajo en este punto, decidiendo hacer a cada creación interdependiente de las demás, haciendo que su existencia esté en perfecta sintonía con la del resto de seres y elementos. De esta forma se aseguró que se respirara el respeto hacia cada componente de la vida, que se palpara esa conexión en el aire. El mensaje de que la existencia de cada expresión dependía de las demás estaba grabada en su propio ser, en su propio motivo de existir. Así la vida consiguió lo que buscaba, que cada una de sus preciadas proyecciones respetase a las demás, al identificarse a sí misma en ellas. Se creó un lenguaje energético que fluía entre todas las maravillas de la vida, y bellos límites vitales se establecieron entre ellas. La vida simplemente se maravillaba de la existencia de más vida, y esto de por sí era algo enormemente bello. La conciencia de la vida se libraba del mayor mal que podía acechar a sus diferentes expresiones, que la propia vida dejase de ser consciente del milagro de vivir.