Frío en los huesos. Todos hemos oído esa expresión alguna vez a lo largo de nuestras vidas. Sin embargo, muy pocos podemos decir, afortunadamente, que lo hayamos experimentado en nuestros cuerpos.
Era un día de primeros de diciembre. Aunque con frecuencia se escucha que el frío ya no es el que era, aquella noche prometía no defraudar al orgulloso invierno. Esa tarde acudí a un evento cuyo objetivo consistía en acercar a la gente la problemática de las personas sin hogar, reclamar sus derechos y darles voz.
El motivo que me llevó a asistir más que una profunda empatía hacia nuestros allegados más olvidados, fue egoísta. Personalmente siento una gran atracción hacia las nuevas experiencias. Siempre que tengo una oportunidad de aprender algo nuevo o de ponerme a prueba no la dejo escapar. Esta vez quería acercarme a la situación de estas personas que tan poco familiar era para mi. Quería que ellos me ayudasen a ser mejor persona, a ser más humana.
El evento comenzó próximo a las últimas horas de la tarde y la noche ya se había volcado sobre nosotros. Parejas y grupos de amigos se arremolinaban a mi alrededor, animados por una serie de conciertos que ofrecían. Éstos eran interrumpidos de vez en cuando para transmitir cortos sobre personas que hasta hace poco vivían en la calle, pero que ya disponían de su propia casa.
Todos los vídeos fueron emotivos por sí solos, pero las palabras de una mujer me llegaron al corazón. Además de recalcar lo profundamente agradecida que se sentía por disponer al fin de su propio hogar, dijo que lo que más feliz la hacía es que alguien se preocupase por ella de nuevo, la llamase por su nombre y la preguntase cómo le iba y qué tal se encontraba. Me pareció algo tan básico en la vida de todo ser humano y a la vez tan sencillo y humilde, que un torrente de sentimientos me inundó. Aquella persona seguramente más que una casa, echaba de menos sentirse amada, reconocida y respetada. Quería volver a ser alguien bajo los ojos de los demás, y los suyos propios. Esa noche aprendí una bonita lección con sus palabras, me prometí a mi misma no olvidarlas nunca.
Tras unas horas de pie sin resguardo alguno, el frío ya se había apoderado de mí. Debo reconocer que en más de una ocasión se cruzó por mi mente desistir y volver a casa: había empezado a echar repentinamente muy en falta mi cama. Gracias a una testarudez que no me suele dejar indiferente, resistí.
Aquella noche dormí con varios jerséis, un abrigo, un gorro, una bufanda y unos guantes, además de varios calcetines y mallas. Aunque el saco de dormir era de montaña y una esterilla me aislaba del frío que emanaba el suelo, por alguna razón, no fue suficiente. La zona de contacto entre el saco y el suelo estaba prácticamente helada. Para evitar que se me congelaran las piernas, coloqué por debajo de ellas unas sudaderas que había traído de más, “por si las moscas”.
Tuve que afrontar una sensación ligeramente claustrofóbica al cerrar casi en su totalidad el saco de dormir, dejando una pequeña rendija para respirar. Si me daba un repentino ataque de agobio y quería tomar una bocanada de aire, una brisa helada entraba en el saco. Terminé por resignarme a cogerle cariño a mi agobio, prefiero el agobio que el frío.
A la mañana siguiente una hermosa y espesa neblina se había cernido sobre nosotros. Aunque prácticamente no había pegado ojo en toda la noche, me sentía satisfecha y orgullosa de mí misma. Sin embargo, me di cuenta de que una extraña sensación se había apoderado de mí. No tenía frío, no tiritaba ni el cuerpo me pedía movimiento como la noche anterior. El frío estaba por dentro. Parecía como… si se hubiera calado en mis huesos.
Poco después, retomando el camino a casa, pude observar a una persona que había pasado la noche en un cajero próximo a mi portal. En aquel momento me di cuenta de que nunca iba a poder mirarles con los mismos ojos. Sentí cierta tristeza. Por un lado, mi noche en la calle me había permitido sentirme un poco más cerca de ellos, pero al mismo tiempo fui consciente de lo lejos que todavía me encontraba.
Me costó una ducha caliente, un té y buen rato de lectura en mi cama para quitarme el frío de los huesos. Gracias a aquella pequeña experiencia estoy intentando coger el hábito de dar las gracias cada vez que abro la puerta de mi casa, por mi casa; y cada noche cuando me voy a dormir, por mi cama. Generalmente valoramos muy poco lo que tenemos y demasiado lo que añoramos tener. Dicen que el ser agradecido/a es una de las claves para ser más feliz. Ahora siempre es el mejor momento para empezar a ser más agradecido/as.